La Rosa de Fuego, un siglo después
El poder de las instituciones y el poder de la ciudadanía.
Jordi Borja, geógraf urbanista i president de l'Observatori DESC
Hobsbawm escribió en más de una ocasión que Barcelona ha sido la ciudad europea que más rebeliones populares ha vivido a largo de los siglos XIX y XX.
Los anarquistas de otros países la denominaron La Rosa de fuego y el término se difundió con ocasión de la “Semana trágica” (1909), una gran insurrección popular para impedir que se llevaran a los jóvenes reclutas, casi todos procedentes de las clases trabajadoras a combatir a África y que derivó en una revuelta anticlerical y una quema de iglesias y conventos. La represión fue violenta y arbitraria.1 Y además nos infligió posteriormente la construcción de un “templo expiatorio” de los supuestos pecados populares en la cima del Tibidabo, el monte que domina la ciudad. Una burda imitación del Sacré Coeur de Paris. Un pastiche de otro pastiche.
Esta semana la ciudad ha vuelto a ser una Rosa de fuego2. A inicios de semana la policía catalana, por demanda de la empresa municipal de transportes y por iniciativa del Ayuntamiento, se desaloja por la fuerza policial una finca del barrio de Sants e inician la demolición. Se trata de Can Vies, uno de los referentes principales de la gran diversidad de colectivos jóvenes alternativos presentes en Barcelona. La finca había sido tomada por okupas de cultura anarquista, alternativos e integrados en el tejido barrial a lo largo de 17 años. Han desarrollado una actividad social y cultural que les ha merecido el apoyo de la población de la zona, en su mayoría trabajadora, incluidos profesionales y pequeños comerciantes. Sants además es uno de los barrios, por su historia y su realidad presente, con una fuerte tradición de organizaciones y grupos informales cooperativos y combativos, donde se forjan iniciativas innovadoras y opuestas a la lógica mercantilista y especulativa dominante.
La reacción fue inmediata. El mismo día del desalojo, lunes, acuden miles de jóvenes de toda la ciudad. La noche será larga y algunos grupos queman contenedores y rompen vidrieras de tiendas y oficinas. Los días siguientes las manifestaciones y acciones de protesta aumentan de intensidad. Las fuerzas policiales reprimen indiscriminadamente a los manifestantes. Las asociaciones y comerciantes de Sants y la Federación de asociaciones de vecinos de Barcelona reclaman diálogo, que cese la demolición y cualquier forma de violencia y que se restaure primero la situación anterior. El viernes el Ayuntamiento hace marcha atrás y acepta en principio la propuesta de la sociedad civil de la zona de iniciar un díalogo interrumpe la demolición y permite la reocupación de la finca medio demolida. El sábado los colectivos jóvenes, inician su reconstrucción, exigen que se les reconozca formalmente el uso y la gestión de la finca y la “desmilitarización”, o sea la ocupación policial, del barrio. La noche del sábado vuelve a ser larga y roja de fuego. Es posible que el conflicto se mantenga, se agudice y se generalice. La marcha atrás del Ayuntamiento ha sido un acto de miedo pero también una trampa. Desmovilización voluntaria o impuesta por la autoridad, diálogo sobre la base de la “legalidad” fijada por el propio gobierno municipal y vagas promesas de facilitar algunos locales para los colectivos desalojados. Es decir una propuesta inaceptable por parte del colectivo de Can Vies.
No pretendemos escribir un reportaje que ha sido y es objeto de seguimiento no solo por los medios españoles, también por la prensa internacional. Solamente pretendemos brevemente contribuir a una reflexión sobre la dialéctica de la violencia, la consideración de lo que es el orden público y los límites admisibles por parte de los actores. No nos referiremos a los factores estructurales por conocidos como el descrédito de las instituciones políticas, la mitad de los jóvenes o no tan jóvenes sin trabajo y los que lo tienen es precario, mal pagado y no corresponde a su formación, el escándalo de las corrupciones públicas y de la ostentación de la riqueza de las minorías privilegiadas, etc. Nos limitaremos a los acontecimientos, a su dinámica y a su contexto inmediato.
¿Cómo empezó el conflicto y la violencia del mismo? No se trata de un conflicto entre intereses particulares, unos ocupan un edificio desocupado desde hace 17 años y otros, los propietarios, deciden recuperarlo. No es un tema de derecho civil o mercantil, es un tema social y político. Los okupas han dado una “función social” como exige la Constitución (art 33) a un edificio que no la cumplía. Y esta función la ejercían con el consentimiento y apoyo del entorno social. No hace falta remitirse al derecho romano para reconocerlos una forma de propiedad o derecho de uso legitima. Los propietarios a su vez son entidades públicas, una empresa municipal y el propio Ayuntamiento que se supone que deben tener especialmente en cuenta la convivencia y bienestar ciudadanos. En una democracia que no sea oligárquica parece lógico desarrollar las formas de propiedad o de gestión de base social.
Era previsible el apoyo de las entidades y vecinos de Sants así como la movilización decidida de la diversidad de plataformas y colectivos de Baracelona y su entorno en los que predominan jóvenes críticos o alternativos. Teniendo en cuenta la distancia que se ha creado entre las instituciones y la ciudadanía no sorprende que los responsables políticos pensaran que era una acción destinada a demoler no solo una finca tomada por jóvenes marginales. Pero era algo más, se trata de un conjunto de iniciativas arraigadas en el tejido barrial y conectado con una diversidad de colectivos similares. Los representantes institucionales no saben imaginarse este tipo de construcciones sociales y culturales que crea lazos solidarios y representan una alternativa política más democrática. De todas formas sorprende su incapacidad para evaluar la relación de fuerzas, algo elemental en política. No previeron la fuerte reacción en contra de una iniciativa que en términos políticos pragmáticos “es peor que una maldad, es un error. En el actual momento político en Catalunya crear un conflicto y convertirlo en una confrontación violenta es un riesgo muy peligroso, para todos y muy especialmente por parte de los gobernantes catalanes. El desalojo fue ya una agresión violenta, responder a la protesta social con una violencia muy superior ha sido una provocación a la ciudadanía. Estos días la violencia represiva, como es habitual cuando intervienen las fuerzas policiales, ha sido por momentos absurdamente desproporcionada. Es posible que después de la tregua inicial vuelvan a cometer el mismo error, pretender imponerse por la fuerza.
Si las “autoridades” siguen por ese camino la reacción ciudadana podría dejar al Ayuntamiento y a la Generalitat muy mal parados. Se están poniendo dell lado del gobierno del PP y en contra del movimiento popular catalán. Es jugar con fuego, literal y metafóricamente. Después de la retirada se ha recuperado el discurso arrogante, el del poder político y el del orden establecido, cuando vivimos frente a un poder deslegitimado y un orden que es un “desorden establecido3”. Hasta ahora la violencia de los manifestantes ha sido propia de grupos minoritarios. Si las autoridades pretenden recuperar con violencia Can Vies el conflicto se generalizará y la violencia también.
Es frecuente que en las grandes manifestaciones se den momentos de violencia por parte de algunos grupos insertos en las mismas, casi siempre hacia el final de las mismas. En las protestas sociales masivas actúan grupos innominados que practican la violencia por la violencia, de ideología más o menos primaria, y que se apuntan a iniciativas promovidas por entidades o colectivos estructurados. Estos son más responsables, dan la cara y saben que la violencia gratuita en el espacio público no conviene a sus objetivos. También es posible que actúen elementos provocadores, incluso vinculados a las fuerzas policiales, o de extrema derecha. La insuficiente organización de los manifestantes y el rechazo inicial y un poco ingenuo de no reprimir los “excesos revolucionarios” lleva a una cierta impotencia o descontrol. Sin embargo la tolerancia o incluso la participación en algunas acciones de violencia (quemar contenedores, enfrentarse a las fuerzas represivas, actuar contra una marca, un local o un edificio que tienen un valor simbólico, etc), por parte de algunos “manifestantes normales” también existe, no es recomendable pero que hay que relativizar.
Las fuerzas del orden califican las protestas sociales, especialmente si pueden catalogar de “antisistema” (hoy casi todas lo son), de “desórdenes públicos graves”. Consideran que deben reprimirse y lo hacen brutalmente si encuentran resistencia. El manifestante considera que el orden al que se enfrenta en estos casos no es legítimo. Además entiende que ha salido a la calle porque se ha sentido agredido, sea por una decisión política, judicial o empresarial o por encontrarse en una situación que considera injusta. Se encuentra además que las fuerzas policiales incluso si se manifiesta pacíficamente lo reprimen con amenazas, insultos, golpes. Y si puede se resiste, o por experiencia se adelanta. También existe la presunción que un cierto grado de violencia es una demostración de fuerza y te hace más mediático, más visible4. Pero conlleva más represión. La violencia “expresiva” de una minoría reduce casi siempre el apoyo social y coloca al movimiento en una posición más débil ante cualquier negociación. Por cierto no siempre los movimientos tienen en cuenta que llega un momento en que hay que negociar. No hacerlo es más signo de debilidad que de fuerza.
Es la importancia masiva de la protesta y el apoyo del entorno ciudadano la que hace posible que se tengan en cuenta las demandas de los protestarios. Las acciones aparatosas más frecuentes, sin víctimas y destinadas a llamar la atención (como los contendores) incluso pueden encontrar cierta comprensión en el entorno social. Pero no son propias de la mayoría de manifestantes y restan más que suman. Aunque en muchos casos no es posible evitarlas. El resultado es una espiral de violencia que facilita acentuar una represión cada vez más desproporcionada. Los colectivos de Can Vies han sido hasta ahora inteligentes. No han promovido la violencia y tampoco han querido referirse a ella. Han actuado con actos legibles, uno muy simbólico: si la policía y el Ayuntamiento demolieron ellos a la mañana siguiente iniciaron la reconstrucción. Lo cual les permite mantener una posición muy clara: gestionar la finca reconstruida y no aceptar otros locales o un hipotética parte en el complejo que se quiere construir en el lugar de la finca.
Sin embargo el fuego no se ha apagado, subsisten las brasas. Nuestros gobiernos pasados y presente, los del PP, PSOE o CiU, han demostrado tener un afán patológico de poder exclusivo. Consideran que si están al frente de las instituciones “su orden” es el único legítimo, el afán de controlar absolutamente el espacio público les obsesiona, ceder ante las demandas sociales especialmente si van teñidas de “cultura antisistema” aunque sean razonables no lo pueden soportar. Un sector importante de CiU y de los medios de comunicación puede empujar al Ayuntamiento a no aceptar las reivindicaciones de Can Vies que coinciden con la mediación de las entidades ciudadanas de la zona y de la Federación de Asociaciones de Vecinos. La segunda ola de protesta entonces será más dura y la represión policial probablemente más violenta. El contexto “estructural” es potencialmente explosivo y la coyuntura poselectoral es favorable a la movilización social. Si los gobernantes actúan como pirómanos, como fue el caso del exconseller Puig (ante el 15M) o del jefe policíal Prat recién dimitido y alabado por el gobierno catalán, el conflicto se agudizará y puede tener efectos muy imprevisibles5. Puede ser una de las chispas que reanimen el fuego. Otras chispan aparecerán en el resto de Cataluña y en España..
La Rosa de Fuego sigue viva.