Bárcenas: el secreto y el poder

Jaume Asens y Gerardo Pisarello, juristas y miembros del Observatorio
Publicado en el blog "No hay derecho" 22 jul 2013 Publico.es

El secreto –escribió Elias Canetti– ocupa la médula misma del poder. No se trata solo de que no haya poder sin secreto. Es la propia capacidad de decidir qué puede salir a la luz y qué debe mantenerse en la penumbra la que constituye la esencia del poder. El mismo poder que oculta el gran fraude fiscal propone un registro público de las familias morosas que no han podido pagar el alquiler. El mismo poder que se rebela contra las cámaras en las comisarías o contra la identificación de quienes disparan balas de goma en las manifestaciones pide sin rubor que se cuelguen en Internet fotos de manifestantes “incívicos” y les prohíbe ir con el rostro cubierto. Para no ser contestado, el poder de Estado o de mercado necesita hipervisibilizar y deformar la crítica de sus adversarios. Y asegurar, al mismo tiempo, la invisibilidad de sus desmanes. El secreto, la opacidad, se convierten así en garantía de la propia impunidad.

Luis Bárcenas ha cultivado con talento innegable el arte de manipular el secreto. Durante años fue su guardián más celoso. Sus libretas eran el testigo mudo de un trasiego constante entre política y dinero. Constructores, banqueros, dueños de grandes supermercados, dirigentes medios y altos del Partido Popular, futuros presidentes del Tribunal Constitucional. Una fotografía elocuente, guardada bajo siete llaves, del fraudulento capitalismo inmobiliario-financiero-caciquil que se ha abierto camino, casi sin rasguños, entre el franquismo y la monarquía parlamentaria.

Al sentirse amenazado, el extesorero del PP decidió entreabrir el baúl de los arcanos. Cuando los primeros papeles salieron a la luz, se supo que más del 70% de los donativos que registraban vulneraban de manera clamorosa la Ley de Financiación de Partidos Políticos. A pesar del escándalo, Fiscalía no dispuso su detención. Tampoco ordenó medidas esenciales para evitar la destrucción de pruebas, como la entrada y registro de su domicilio o de su despacho en la calle Génova. Tiempo después, Barcenas denunció el robo de dos ordenadores que deberían haber estado bajo custodia judicial. Pero dejó claro que mantenía bajo control suficientes secretos como para poder negociar con la dirigencia del PP el mantenimiento de una conveniente Omertà.

Fue precisamente para romper esa ley del silencio que el Observatorio de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (DESC), junto a otras entidades, presentó una querella contra Bárcenas por evasión fiscal, cohecho, tráfico de influencias y falsedad documental. El objetivo era claro. Tratándose de delitos económicos cometidos desde las entrañas del Estado, era difícil que el Ministerio Fiscal pudiera actuar al margen del principio de dependencia jerárquica que lo vincula al gobierno de turno. En verdad, solo una acusación popular conectada de manera independiente a la sociedad civil podía cortocircuitar las complicidades público-privadas que conducían a la impunidad.

Naturalmente, para quebrar ese cerco hacía falta mucho más que presentar una querella. Y es que la desigualdad de poder existente fuera del proceso judicial no tarda en trasladarse a su interior. Es impensable que un imputado sin recursos, acusado de robar un bolso en la calle, pueda disponer de las mismas garantías que un Bárcenas o un Millet. No es lo mismo, de hecho, ser defendido por un abogado de oficio que por un ex magistrado de la Audiencia Nacional, con una dilatada experiencia profesional y buenos contactos en los juzgados.

Esta asimetría entre el débil y el fuerte también se proyecta en otros ámbitos. Ante los medios de comunicación, por ejemplo, el delincuente de poca monta comparece estigmatizado, siempre culpabilizado de antemano. El de cuello blanco, en cambio, suele gozar de todas las deferencias y es capaz de condicionar el propio proceso judicial desde los grandes rotativos y los plató de televisión. Bárcenas utilizó con descaro la editorial de El Mundo y otros medios para filtrar pruebas e instrumentalizarlos en beneficio de su estrategia de defensa. De ese modo, consiguió impulsar un auténtico proceso paralelo que le permitía seguir siendo el custodio de los secretos de Estado.

Si desde un primer momento se hubiera ordenado el registro del domicilio o del despacho de Bárcenas, sería la justicia quien dispondría de los medios de prueba, y no él. De este modo, hubiera perdido la posibilidad de presionar o, directamente, chantajear a los implicados en la contabilidad B del PP. Pero nada de ello ocurrió. En ese contexto, la decisión del Observatorio DESC de transmitir casi en directo a través de Twitter algunas declaraciones de interés general del extesorero no fue un gesto caprichoso. Fue un intento de democratizar un proceso que, a pesar de no haber sido declarado secreto, aparecía subordinado al grosero modus operandi de Bárcenas. Al adelantar algunas de sus revelaciones con anterioridad a la rueda de prensa de Rajoy, la acusación popular no hizo nada ilegal. Tampoco fue más allá de lo que los periodistas de los grandes medios o los propios funcionarios judiciales suelen hacer con frecuencia. Pero contribuyó, desde un espacio relativamente abierto como es la red, a poner de manifiesto una desigualdad de poder que mueve al escándalo. La que permite a Bárcenas, Undargarin, Millet, o Cristina de Borbón, contar con defensas y contactos que los parias del mundo que atestan los juzgados nunca tendrán. Y la que existe más allá del proceso, donde ni los fiscales ni el poder mediático son ajenos al juego del secreto y de la publicidad a medias que se disputa en función de espurios intereses de parte.

Los silencios selectivos del extesorero caído en desgracia, las negativas de Rajoy a dar la cara públicamente, las informaciones parciales filtradas por algunos periódicos, son un desplante inaceptable en un caso de esta gravedad. Esta tomadura de pelo colectiva, en realidad, sería inconcebible sin la confianza arrogante en la propia impunidad que el secreto genera. Minarla, desgarrar el velo de opacidad con que el poder de Estado y de mercado pretende cubrir sus crímenes, es una condición indispensable para activar los contrapoderes sociales capaces de acabar con ellos. Transparencia y publicidad plena. Luz y taquígrafos frente a la cleptocracia. He ahí una exigencia modesta, pero revolucionaria, de los tiempos que corren.

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